La disyuntiva trampa
A toro pasado, todos somos Manolete. O como dicen en mi pueblo con mayor expresividad, a cojón visto, macho seguro. Escribir estas líneas a finales de mayo no tiene el mismo valor que haberlo hecho a principios de marzo, cuando el miedo ante lo desconocido, la incertidumbre sobre un nuevo virus que se propagaba como la pólvora y el terror de ver como se saturaban los hospitales, impulsó a los gobiernos de prácticamente todas las sociedades occidentales a encerrarnos en nuestras casas y a paralizar el mundo. Pocos alzamos la voz entonces. Todos entendimos la gravedad de la situación y las medidas que se estaban tomando. Pero, desde mi modesta opinión, y con el deseo más absoluto de errar en mi análisis, nos equivocamos.
Todo comienza con la perversa disyuntiva entre salud y economía. Como si fuesen excluyentes. Como si no fueran de la mano. No es casual que la esperanza de vida de países como Suiza, España, Singapur, Japón o Francia ronde los 83 años mientras que la de Sierra Leona, República Centroafricana o Chad, apenas alcance los 54. Nadie duda de que la sociedad del bienestar de los países occidentales está basada en una cadena de generación de valor y riqueza que permite una recaudación de impuestos suficiente para mantener sistemas sanitarios avanzados. Del mismo modo, es una obviedad decir que el empobrecimiento de los países genera hambre, delincuencia, miseria, injusticias y desigualdades.
La solución fue paralizar el mundo para que no hubiese más contagios pensando que la economía es como un ordenador que puedes apagar, reiniciar, resetear y volver a encender cuando lo necesites. Oíamos hablar de recuperación en “V” y de que en 2021 volveríamos a la normalidad económica. Pero la economía no es un ordenador, sino que se asemeja más bien a un jardín que muere si dejas de regarlo, con un punto de no retorno en el que el agua ya no soluciona nada. Hay que comenzar por replantarlo de nuevo. Nuestros sistemas económicos viven del tiempo. Sistemas monetarios fiduciarios basados en la confianza en los que las soluciones históricas han sido siempre inyecciones de liquidez a costa de incrementar la deuda soberana hasta límites insoportables. Sistemas fiscales cuasi piramidales en los que los trabajadores no cotizan para pagar sus pensiones, sino las de los jubilados coetáneos. Deuda y más deuda para generaciones futuras. Pero el sistema se sostenía porque la rueda giraba. Si detienes la rueda el sistema colapsa. Y nuestro sistema está cerca del colapso. Según todas las previsiones nos espera una recesión mucho más profunda que la de 2001 o la de 2007. Una depresión sin precedentes para todo aquel que tenga menos de 90 años. Solamente en los meses de marzo y abril en España se han destruido casi un millón de empleos, 3,5 millones de trabajadores se encuentran afectados por un ERTE, un millón de autónomos han cesado su actividad y se espera un aluvión de concursos de acreedores de empresas cuando se vuelvan a abrir los plazos. Me temo que las consecuencias sociales y económicas de nuestras decisiones serán mucho más devastadoras que el reguero de dolor y muerte que está dejando el maldito virus.
Y lo más preocupante de todo es preguntarnos para qué ha servido todo esto. Sin una vacuna o un tratamiento parece que estamos exactamente en el mismo punto sanitario que en marzo. Con una sociedad sin inmunizar (un 5% según el estudio de seroprevalencia) y desamparada ante un más que posible rebrote en otoño, cuando la meteorología nos quite el oxígeno veraniego que concede, por su estacionalidad, este tipo de virus. ¿Qué plan tendremos para entonces? ¿volver a encerrarnos? ¿dar la puntilla definitiva a la economía mundial? Si no hay clientes consumiendo y empresas y trabajadores generando actividad y liquidando impuestos, ¿cómo se pueden sostener los sistemas sanitarios? ¿cómo podemos preparar nuestra sanidad pública para posibles nuevos rebrotes o nuevas pandemias?
Convivimos con microorganismos. Patógenos y no patógenos. Mantenemos contacto a diario con millones de ellos. El ser humano dispone de herramientas y mecanismos para protegerse. Me refiero a nuestro sistema inmunitario. Ponernos en contacto con esos microorganismos hace que nuestro sistema inmunitario se haga más fuerte para enfrentarnos a ellos. Hacer ejercicio, tomar el sol y llevar una alimentación saludable prepara a nuestro organismo para hacer frente a virus y bacterias. Si pensamos que encerrarnos en burbujas de cristal es el mejor método para luchar contra éste o cualquier otro virus, estamos gravemente equivocados. Estamos equivocados por dos motivos. Porque aislando nuestros sistemas inmunitarios los hacemos más débiles y porque estamos planteándonos una nueva vida sin humanidad, en la que tendremos que medir cuando abrazamos o besamos a los seres queridos, cuando ayudamos a una persona a cruzar la calle, si podremos disfrutar de unas vacaciones en una habitación de un hotel, si debemos mirar mal al compañero de trabajo que se acerca a menos de dos metros, si podremos celebrar acontecimientos con nuestra gente o si podremos velar a nuestros muertos.
Se estima por el estudio de seroprevalencia que ha diseñado el Ministerio de Sanidad y el Instituto de Salud Carlos III que 2,3 millones de españoles se han infectado por COVID-19. 125.000 casos han necesitado de hospitalización y 28.000 han fallecido. Eso significa que el 94,6% de los infectados han superado la enfermedad sin enterarse o con síntomas leves. Sus sistemas inmunitarios han hecho frente al virus, han ganado la batalla y se han reforzado para posibles nuevos contactos. Por desgracia, hay sistemas inmunitarios deficitarios que no pueden hacer bien su trabajo. De hecho, el 95% de los fallecidos tenía más de 60 años. Con estos datos cabe, cuanto menos, hacerse algunas preguntas para las que no tenemos respuesta ¿Qué habría pasado si no hubiésemos paralizado la economía, generando inmunidad de rebaño, sin llevar a los países a la quiebra y manteniendo capacidades productivas que nos permitiesen ser fuertes económicamente para poder tener robustos sistemas sanitarios? ¿Qué hubiese sucedido si hubiésemos destinado todos nuestros recursos a prevenir fallecimientos en vez de prevenir contagios asintomáticos? ¿y si todo el despliegue hubiese sido para proteger a una parte de la población y no al total? ¿y si hubiésemos aislado exclusivamente a esos colectivos identificados como más vulnerables, con medidas de protección para ellos, test para ellos y horarios estrictamente controlados para ellos, para que pudiesen haber salido a comprar o pasear sin riesgo de contagio? Quizás un confinamiento selectivo. Quizás hubiese sido una solución alternativa un término medio entre el confinamiento generalizado, que han aplicado la mayoría de los países, y la inmunidad de rebaño sin protección especial para nadie, que está aplicando Suecia.
No pretendo enarbolar ninguna bandera política. Me limito a hacer un análisis crítico sobre las decisiones que se han tomado en prácticamente todos los países del mundo. Desde Donald Trump hasta Pedro Sánchez. Soy un farmacéutico que ha desarrollado su carrera en el sector financiero y he alcanzado mi madurez profesional sin ser especialista ni en sanidad, ni en economía. Nuestros gobernantes cuentan con asesores especialistas en ambas ramas y, por ello, creo y espero estar equivocado. Además, opinar “a cojón visto”, siempre es más fácil.